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No se conoce bien el origen del gorro de los cocineros. Quizá se originó en las cocinas de los papas de Aviñón, bajo el pontificado de Juan XXII (1314-1334), muy aficionado a los deleites de la mesa y a la mostaza. De hecho nombró a un sobrino suyo no muy listo como "mostacero papal".
Este mostacero y otros que le siguieron ponían, según su antigüedad, unos hilos de oro sobre sus blancos gorros. Más tarde, el 1754 aparece una mención del gorro blanco en un libro del abate Coyer. Allí explica que el cocinero viste con mucha elegancia y luce anillos en sus dedos: "se distingue del duque de Orleans por el gorro que usa y nada más..."
En el siglo XVIII era ya común el gorro del cocinero y en el XIX (grabados del libro Art du cuisinier, de Beauvilliers) pintaban los cocineros con unos gorros blancos, como gorros frigios.
El gastrónomo y escritor Grimod de la Reynière, autor del Almanaque des gourmands, se retrata en un grabado con un gorro de cocinero. Antonin Carême, rey de los cocineros, cocinero del príncipe de Talleyrand, en 1814, en el Congreso de Viena, propició una interesante anécdota. Cuando el zar Alejandro, fascinado por la calidad de los platos, quiso visitar la cocina, se descubrieron todos los presentes menos el mismo Carême, que usaba un gran gorro de raso blanco con pequeñas flores de oro. En zar, enfadado, preguntó quién era aquel insolente. Talleyrand, en una feliz réplica, contestó: "¡la cocina, Magestad!". El zar, hombre de espíritu, aprendió tan bien la lección que se llevó a Carême como primer cocinero a San Petersburgo.
Durante todo el siglo XIX el gorro de cocinero se impuso en las cocinas de la aristocracia, la burguesía y los restaurantes.
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